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Claudio Vela Burgos

La celda del lobisón

 

La magia del plenilunio

despejado

Le presagia su infortunio.

El tejado,

Discreto como un osario,

Resplandece,

Y el secreto solitario

Se guarece

Bajo tierra y entre barras

De buen hierro.

Se destierra con sus garras

De mal perro

Y sus dientes transpirados

Hasta el día.

Apetentes, los llamados

De insanía

Lo atormentan.

Finalmente,

Los instintos

Se alimentan de su mente

Como helmintos.

Una vuelta de la llave,

Y la fiera 

Queda suelta como un ave.

Ya quisiera

Que la pata fuera mano,

Y con una

Serenata de inhumano,

A la luna

Demostrarle su añoranza.

Y a su vientre,

Ofrendarle la matanza

Que se adentre

Por el prado.

Pero el gusto

De esta hazaña

Ya ha colmado de disgusto

Su otra entraña.

La medrosa criatura

De dos manos

Guarda en fosa prematura

Sus arcanos.

¿Qué hemisferio se resiente

Más del doble

Cautiverio, y lo siente

Más innoble?

.

Terminal

 

Los peatones toman atajos

por la extensa penumbra que arrojan

las gaviotas

de barro y varilla.

Unas bolsas de papa roja

y una poca gente sencilla

esperan el viaje.

Esperan con una parsimonia

parecida a la del tiempo,

que apenas mueven el viento

y un par de gurises que pregonan.

Una rústica yunta de ómnibus viejos

yace dormida

bajo la bandada inmortal

de estático vuelo.

Toda la terminal,

más que vieja envejecida,

hace de ensueño.

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