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La muerte anidó en la costa,

gaviota impura, reina del guano.

Nos encerramos en una amapola

con la gastada piel del mediodía en las uñas,

ebrios de brisa y luz matinal.

 

“¡Cuídense de los idus de marzo!”,

gritaban nuestros hermanos, riendo

frente a la ajada frente del abuelo.

Días de cielo sin nube,

de perpetua aurora sobre mar callado.

 

La muerte anidó en la costa;

gaviota impura, reina del guano

y nosotros, que no hacíamos otras cosa

sino beber el oro de las rocas

y su polvo hiperbóreo

no podíamos verlo.

                                               Nuestro lenguaje

era canción incrustada en el viento,

música

                del tambor de la luna.

 

¿Qué es el cielo, sino un pozo de azules caricias

para dejarse caer

                               y mecer

al son de la canción primera?

 

Y partimos sonriendo a consumirnos

como blanco aroma de jazmines

golpeando el corazón enterquecido

y el río de las venas, mar de todas las sangres,

con los ojos llenos de arena y de noviembre.

Mariana Figueroa

Eritrhoxylon

 

¿La montaña, acaso, es un dios dormido

desafiándome a vencerlo

para aplastarme como una pulga entre sus dedos?

¿O es una hembra que me reclama

entre sus piernas de estaño y abrazo de cobre?

¿Mi próximo hogar o mi ruina?

¿Imperio o desierto de sal?

 

No lo sé.
Solo sé que me llama.

 

Reclama mi sudor y mi sangre.

Reclama el aire de mis pulmones

y cada latido que mi pulso marca.

La montaña me quiere hombre,

hombre que la doblegue y la calme.

 

El apushisco descansa

entre mis dientes. El álcali mejora el sabor.

El aire se aclara, respiro,

y a este lugar llamo ombligo

del mundo.

                  Y, más abajo, la coca. Tiernos rizos del vientre

                                                           de la Pachamama.

El sampedro y la roja flor del k’antu

teñirán sus muslos.

Ya la montaña me abriga,

la nazco y me nace.

Porque la hago madre

me alimenta.

Sobre ella pongo piedra sobre piedra,

la hago mía

y soy suyo como un mechón de sus cabellos.

Sobre ella me entrego, enfebrecido de amor y desdicha

y me besa y me lastima

y luego me cura.

El remedio me lo ofrece

en la verde lana

de su sexo. La montaña

me da coca.

El caballo, seccionado por el cuello,

su cabeza separada en el asfalto

con palabras humanas dolorido

dice sentirse muy extraño.

“No percibo el cuerpo”, dice,

“sin duda el impacto me ha dejado destrozado.”

No se sabe aún decapitado

pues sus ojos sólo miran hacia arriba.

Han llegado los médicos, la policía,

y yo observo, impotente. No podría

ayudarlo en forma alguna aunque quisiera.

Al lado del caballo, derramada

y arruinada la carga, pesada

cruz de espinas, día a día

el hocico oprimido por la rienda,

y los músculos hinchándose monstruosos.

El percherón con su pecho constreñido,

lo había soportado tan garboso

como sus primos, que ahora se apresuran,

resoplando, y dando coces al destino

arrastrando ese carro de bomberos,

ese carro enorme y saturnino,

la maldición sobre la raza del caballo,

para la cual sus hijos predilectos

son los bellos y toscos percherones.

Esta harpía, la carga le han llamado,

la inventaron los que se llaman hombres,

dioses crueles para el mundo del caballo,

dioses crueles en su mundo sin dioses.

 

Pero ahora, el hombre ve en el caballo,

sólo horrendos augurios, incoherencias.

¿Qué es este caballo que ahora habla,

y aún peor, lo que habla es su cabeza,

separada medio metro de su cuello?

¿Y, por qué, además, su trágica ignorancia,

ante este horribilísimo portento?

¿Por qué ríe, igual que un payaso

como si estar decapitado no doliera

más que un fuerte y cómico porrazo?

El dolor que humanos y caballos

arrastran como un cáncer o una piedra

explotará, pronto, liberado.

El dolorcito, pequeño y constante

en los huesos, en la espalda o en el alma

será fractura expuesta de la Tierra

y de todo ser vivo que se arrastra.

No somos más que las pulgas de un gigante

que hasta ahora dormitaba y que comienza

a despertar con deseos de rascarse.

El caballo, seccionado por el cuello

su cabeza separada en el asfalto

con palabras humanas dolorido

es ahora todos los caballos.

Como uno solo es cualquiera de la especie

este animal también es el humano.

Cuando vayan las pupilas a sus flancos

verá también su cuello seccionado

y el grito de terror será tan sordo...

 

¡A gritar, a gritar con el caballo!

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